¡Que frágiles somos!

Cuando tenemos salud, juventud y compañía, nos sentimos fuertes, audaces, capaces de alcanzar todo lo que nos proponemos. No cabe eso de que somos humanos y que en un instante la muerte puede llegar. Mi lema siempre ha sido: “cuando vamos en busca de lo que queremos, el mundo se aparta para darnos paso”.

Y así creo que es.  La energía que tenemos desde un estado mental diestro y armónico nos permite emprender lo deseado y alcanzarlo a fuerza de trabajo, determinación y enfoque.

Sin embargo, también existe la contraparte, esos momentos en que nos conectamos con nuestra fragilidad, instantes que a medida que pasa el tiempo, se manifiestan con más frecuencia. La energía mengua, la soledad pega, el trabajo cansa, el miedo se hace presente y el frío cala en los huesos. Las responsabilidades se hacen cada vez una carga más pesada y cuesta llevarlas.

 ¡Que humanos somos y que huecas suenan las palabras de consuelo cuando estamos mal! No hay bótox, cirugía, plan de alimentación o de ejercitación que pueda detener lo indetenible. “Eres polvo y en polvo te convertirás”. Sin remedio, así será. Podemos prepararnos para enfrentar con mejor calidad esos momentos, pero eso no significa que podremos parar el paso del tiempo y la ley de la vida.

Ojalá todos los seres humanos fuéramos personas de fe, porque cuando creemos en un Dios creador, misericordioso y presente, se nos hace menos difícil este camino, al sentir una presencia alentadora, que acompaña y que creemos que cumplirá con la hermosa promesa que hizo, de estar con nosotros todos los días de nuestra vida y proveer todo aquello que fuera necesario. Sin embargo, no es así la realidad. Muchos se aferran a sus propias fuerzas, su inteligencia, su salud y sus capacidades creyendo que la vida la hacen ellos, sin otra fuente que les respalde y les guíe.

Cuando llega el dolor, los quebrantos de salud, los fracasos, las pérdidas, la vejez, necesitamos compañía. No solo la Divina sino también la humana. Un soporte que nos contenga, que nos acompañe, que nos ampare, que mantenga encendida la chispa del amor y la camaradería, que nutra y fortalezca y que nos ayude a pasar los tragos amargos.

¿Estamos preparando el camino para eso? ¿Estamos formando a los hijos para ese nivel de sensibilidad? Creo que es justo y necesario que abramos los ojos y el corazón para sembrar el asidero del futuro desde la realidad de nuestra existencia y no desde la creencia que el mundo nos da. Es necesario formar a nuestros hijos en la fe, en la amistad, el respeto, el altruismo, la paciencia, la entrega y la clara visión de que hoy somos polvo que volveremos a la tierra pero que trascenderemos hacia la paz prometida si hacemos por los demás, si construimos desde el amor, si ayudamos al hambriento, al triste, al desesperado,  si vivimos a plenitud lo verdaderamente profundo e importante.

¡Que frágiles somos!